Si la sencillez es la sublimación de la sofisticación, para un megalómano como yo, el silencio es la música suprema.
Cuesta desprenderse de todo el ruido de fondo. El real y el producido por la parafernalia mental. Resulta una desintoxicación en toda regla.
Pero si existe una época especialmente propicia para el "reseteo" es el invierno cuando pone su maquinaria a pleno rendimiento. Casi todas las personas que conozco prefieren el universo estival, las temperaturas agradables e incluso el calor. Yo me encuentro en mi otoño particular y como tal es una época especial para mí. Melancólica como yo mismo. Colorida y con el encanto que tiene la decadencia de los tiempos de abundancia. Es el anuncio de la profunda crisis que supone el advenimiento del imperio de Bóreas. La hambruna y el frío para el mundo natural. Cada ser ha de buscar con sus propias herramientas, con su conocimiento y su sentir la estrategia para sobrevivir. Correr y pelear por devorar sin ser devorado, atrincherarse en sus madrigueras con las despensas bien surtidas o directamente hibernando. Este último es un fenómeno que me tiene fascinado desde luego.
Pero tiene el invierno un qué sé yo que solo lo tiene el invierno. La curiosidad de asomarse al abismo de tu propia soledad. La distorsión de los sentidos y la desnudez de todo artificio. Tú y tus latidos... ¡boom-boom... boom-boom!. Su voracidad es tal que devora todo color y lo funde en gris. Y todo sonido se atenua, amortigua y es absorbido para entregar un silencio espectral.
Salgo a pasear por el campo con ligera ventisca y con dos palmos de nieve acumulada. El día es magnífico para la introspección. La temperatura está bajo cero y una tupida nevada de minúsculas bolitas heladas se desplazan casi en horizontal empujadas por un viento no demasiado recio pero algo molesto que te obliga a girar el rostro a sotavento. En esta altitud coinciden las nubes rasantes que ofrecen un aspecto fantasmagórico e irreal. La helada nocturna ha congelado la nieve y el caminar sobre ella se convierte en un nuevo y crujiente mantra que enciende todos los paneles de mi mente una vez más. Me acompaña el peludo blanco que se ha convertido en mi aclarada sombra. Disfruta como un enano con la nieve. Su naturaleza lupo-molosa se encuentra en plenitud cuando más crudo se pone el clima. Como su primo el lobo, ha tenido que pasar por el resto de las estaciones sin pena ni gloria hasta llegar a su mejor versión. El pelaje de doble capa espectacular, lustroso y brillante. Ahíto de energía y rebosante de vigor. No puedo identificarme más con ambos cuadrúpedos. Con los años me he adaptado a casi todo pero siempre me ha apabullado la algarabía y el gentío del verano y me encontraba un poco fuera de lugar. El invierno y su calma era mi cómodo refugio donde encontraba esa plenitud de la que hablaba. El silencio de la invernada es como lo son todos los momentos de goce, fugaz y alucinante. Tan eterno como volátil.
Mis pensamientos siempre me arrancan del suelo para llevarme a sabe Dios dónde. Recuerdo una hermosa cita de Rumí: “Cuando estoy en silencio, llego a ese lugar donde todo es música”.
Salgo a pasear por el campo con ligera ventisca y con dos palmos de nieve acumulada. El día es magnífico para la introspección. La temperatura está bajo cero y una tupida nevada de minúsculas bolitas heladas se desplazan casi en horizontal empujadas por un viento no demasiado recio pero algo molesto que te obliga a girar el rostro a sotavento. En esta altitud coinciden las nubes rasantes que ofrecen un aspecto fantasmagórico e irreal. La helada nocturna ha congelado la nieve y el caminar sobre ella se convierte en un nuevo y crujiente mantra que enciende todos los paneles de mi mente una vez más. Me acompaña el peludo blanco que se ha convertido en mi aclarada sombra. Disfruta como un enano con la nieve. Su naturaleza lupo-molosa se encuentra en plenitud cuando más crudo se pone el clima. Como su primo el lobo, ha tenido que pasar por el resto de las estaciones sin pena ni gloria hasta llegar a su mejor versión. El pelaje de doble capa espectacular, lustroso y brillante. Ahíto de energía y rebosante de vigor. No puedo identificarme más con ambos cuadrúpedos. Con los años me he adaptado a casi todo pero siempre me ha apabullado la algarabía y el gentío del verano y me encontraba un poco fuera de lugar. El invierno y su calma era mi cómodo refugio donde encontraba esa plenitud de la que hablaba. El silencio de la invernada es como lo son todos los momentos de goce, fugaz y alucinante. Tan eterno como volátil.
Mis pensamientos siempre me arrancan del suelo para llevarme a sabe Dios dónde. Recuerdo una hermosa cita de Rumí: “Cuando estoy en silencio, llego a ese lugar donde todo es música”.
Sin poder ver mi rostro siento el apacible semblante de una sonrisa de "Gioconda" que me invade.
Veo que mi querido cuatralbo cruza el límite arbolado del camino para pasar a una inmensa llanura blanca hacia barlovento. Me asomo y le veo galopar hacia donde apenas se aprecian las traseras blancas y saltarinas de tres corzos que se funden con el infinito fondo. Fuerzo la vista pero la ventisca apenas me deja ver y el compañero se difumina también con la espesura albina que todo lo devora. Blanco él, la nieve, el cielo, la bruma...
La vista se empieza a distorsionar y convierte todo en una pantalla de infinitos puntitos como cuando se va la señal de la televisión. No solo es el color y el sonido lo que engulle la invernada, también se deforma el tiempo. Cuando le veo desaparecer siempre me invade esa fría sensación que te dejan los peores temores. Es pavor en estado puro. Sobre la pantalla que se presenta ante los ojos se proyectan mis más atávicos miedos. Me parece oír un disparo sordo muy atenuado. Sé que andan furtivos a la caza de corzos para cortarles la cabeza como cotizados trofeos, que utilizan sinlenciador y que tiran a todo lo que se mueve por macabra diversión. Pero el sonido es difuso y los sentidos me desorientan. La angustia me invade. Le llamo gritando pero la voz apenas atraviesa unos metros. Intento calmarme y pensar... mejor dicho, no pensar. Pero ahí está el puto subconsciente para joderte. Recuerdo que en esa dirección hay una carretera no muy lejos y a pesar de que apenas hay tráfico en mi cabeza se aparece un camión que se aproxima hacia donde quiera que esté. Le silbo en repetidas ocasiones y empiezo a impacientarme. El elástico tiempo se ha parado y mi angustia crece. Agudizo la vista hacia la nada. A veces se aparece su figura al trote hacia mí en cámara lenta pero es una ilusión óptica y desaparece.
Pienso en lo absurdo de la situación y en que es mi mente la que me está jugando una mala pasada generando este asqueroso alboroto. Pero la sola idea de que pudieran hacerle daño o de que no volviera a verle nunca más me derrumba completamente. Esa es mi lucha. Nadie puede evitar el sufrimiento, el dolor y la muerte. Hay que asumirlo y vivir el instante. Aspirarlo para que nunca desaparezca de tu memoria.
Veo que mi querido cuatralbo cruza el límite arbolado del camino para pasar a una inmensa llanura blanca hacia barlovento. Me asomo y le veo galopar hacia donde apenas se aprecian las traseras blancas y saltarinas de tres corzos que se funden con el infinito fondo. Fuerzo la vista pero la ventisca apenas me deja ver y el compañero se difumina también con la espesura albina que todo lo devora. Blanco él, la nieve, el cielo, la bruma...
La vista se empieza a distorsionar y convierte todo en una pantalla de infinitos puntitos como cuando se va la señal de la televisión. No solo es el color y el sonido lo que engulle la invernada, también se deforma el tiempo. Cuando le veo desaparecer siempre me invade esa fría sensación que te dejan los peores temores. Es pavor en estado puro. Sobre la pantalla que se presenta ante los ojos se proyectan mis más atávicos miedos. Me parece oír un disparo sordo muy atenuado. Sé que andan furtivos a la caza de corzos para cortarles la cabeza como cotizados trofeos, que utilizan sinlenciador y que tiran a todo lo que se mueve por macabra diversión. Pero el sonido es difuso y los sentidos me desorientan. La angustia me invade. Le llamo gritando pero la voz apenas atraviesa unos metros. Intento calmarme y pensar... mejor dicho, no pensar. Pero ahí está el puto subconsciente para joderte. Recuerdo que en esa dirección hay una carretera no muy lejos y a pesar de que apenas hay tráfico en mi cabeza se aparece un camión que se aproxima hacia donde quiera que esté. Le silbo en repetidas ocasiones y empiezo a impacientarme. El elástico tiempo se ha parado y mi angustia crece. Agudizo la vista hacia la nada. A veces se aparece su figura al trote hacia mí en cámara lenta pero es una ilusión óptica y desaparece.
Pienso en lo absurdo de la situación y en que es mi mente la que me está jugando una mala pasada generando este asqueroso alboroto. Pero la sola idea de que pudieran hacerle daño o de que no volviera a verle nunca más me derrumba completamente. Esa es mi lucha. Nadie puede evitar el sufrimiento, el dolor y la muerte. Hay que asumirlo y vivir el instante. Aspirarlo para que nunca desaparezca de tu memoria.
Intento respirar profundamente en busca de calma. Mi ritmo se ralentiza hasta que apenas siento pesar. Busco la paz en el silencio. Dibujo mi deseo en la pantalla difuminada.
A galope tendido aparece su figura en el desdibujado horizonte. Feliz, pleno. Sereno le observo y le atraigo mentalmente hacia mi vera. Ahora puedo oír sus pisadas y su potente jadeo. Todo se ilumina de nuevo. Llega hasta mí, me rodea, lame mis manos y una lágrima brillante recorre mi rostro, inasequible a la congelación por su propia sal.
Sonrío.
Sonrío.