viernes, 20 de noviembre de 2015

Siempre nos quedará París


Aún creo recordarla tal y como era cuando la conocí. En aquellos tiempos me parecía un bombón, me resultaba tremendamente atractiva, tenía algo, no sé cómo explicarlo, era distinta del resto de las chicas de mi entorno. Sus feromonas me taladraban la piel, corrían por mi torrente sanguíneo en un frenético “rafting” que me desestabilizaba por completo. Si me miraba, el mundo se ralentizaba al tiempo que mi pobre corazón se desbocaba y resoplaba como un búfalo en celo.
Hasta hace bien poco me parecía inverosímil, como un extraño sueño, que la mera presencia de una persona en mi campo gravitatorio pudiera tener tan devastadores efectos en mi organismo.

Pasados los acontecimientos y los años la volví a ver en el lugar más insospechado del universo. Nos encontramos de frente en una calle de París cuando ella paseaba tranquila proveniente del cementerio de Pere Lachaise y yo acababa de salir del Jardín des Amandiers, un parque cercano al celebérrimo camposanto. Los años le habían sentado de fábula, si antes la veía bella se había convertido en una Diosa. Decididamente irresistible. Y si, mis piernas volvieron a flaquear, mis manos empezaron a sudar como hacía tiempo no sucedía, la percusión bajo mi pecho se hizo ensordecedora y a la velocidad del rayo un calor acogedor me recorrió el cuerpo desde la nuca hasta la entrepierna. Las mariposas que se suponía debían encontrarse en mi estómago se las había tragado una zarigüeya que no cesaba de revolverse. Pude comprobar entonces que su aroma nunca me había abandonado del todo, que seguía fluyendo por mis venas.
En el tiempo que el aliento de su boca tardó en soltar un: -hola guapo, ¡cuanto tiempo!-, mi labrada serenidad y mi costosamente conquistada calma se desmoronaron como un castillo de naipes en manos de un epiléptico. Siquiera un minuto antes de que mis miembros, vísceras y fluidos se hubieran declarado en rebeldía, acababa de terminar mi habitual sesión matinal de Tai chí en compañía de unos amigos. Había vuelto a la adolescencia como por ensalmo.

No podía borrar de mi rostro una estúpida sonrisa mientras secaba mis manos en las perneras del chandal y trataba inútilmente de extraer y tragar algo de saliva de mi árida boca. Mientras una parte de mi cerebro atendía la emergencia y trataba de comunicarse con mi lengua para articular algo mínimamente coherente, la parte analítica la escrutaba minuciosamente. Estaba en ese punto de madurez en que a las mujeres se las describe con mayúsculas. Lejos de marchitarse estaba en plena floración, esos preciosos ojos tenían intacto todo su brillo, su mirada era más limpia y la sonrisa serena como la luz que refleja el Sacré-Coeur en plenilunio. Sus caderas habían ganado contundencia y su pecho aún se mostraba apetecible. 
Antes de pronunciar mi primera palabra ya estaba rendido a sus encantos: - hola Raquel, ¡que bonita sorpresa!, ¡estás genial!-, le dije mientras colocaba una mano en su cintura y la besaba la mejilla, momento que aproveche para despertar a la bestia aspirando su aroma, más dulce y embriagador de lo que podía recordar.

No sabíamos por donde empezar una conversación largamente pospuesta y que a ambos se nos antojaba deseada. Inmediatamente pensé en la posibilidad de invitarla a alojarse en mi casa, un coqueto apartamento situado en la cara oculta de la colina de Montmartre, enfrente de los viñedos de Paris en la calle Saint-Vicent. Me contó que pernoctaba cerca de la estación de Montparnasse en la casa de una amiga que trabajaba en La Defense y que normálmente no regresaba hasta la noche así que salía sola a conocer la ciudad y no quería mostrarse ingrata con ella abandonando su casa. 
No importaba, lo entendía, pero le dije que no se iba a librar de mi tan fácil, que sería solo mía mientras fuera posible. Al tiempo no dejaba de sonreír e ilusionarme como un niño ante su fiesta de cumpleaños.
Recordé el regalo de una mujer de mi pasado, un ejemplar del “Amor en los tiempos del cólera”. Aquello fue un brindis al sol y una cita "sine díe" en este o en cualquier otro universo
Todo lo anterior carecía de importancia, las cicatrices, la eterna lucha por vivir, los sinsabores y el dolor. Era un regalo de los dioses y no pensaba rechazarlo. La oportunidad se me presentaba en bandeja de plata y no lo dudé, me lancé al vacío con todo el ímpetu y sin red. Debía quemar todas mis naves, gastar cada cartucho hasta quedarme sin munición, ¡más madera!, el reactor a punto de fisión… ahora o nunca.

Nos citamos para esa misma tarde en la puerta de la estación cercana a su alojamiento, le dije que pasaría a recogerla sobre las 18:00 y que iríamos a divertirnos por la ciudad más deliciosa del mundo, que estaba tan ansioso por volver a verla que deseaba que el reloj volara hacia la hora señalada. Nos besamos, esta vez en la boca, sonriendo. Unos ojos bonitos se convierten en increíbles si los miras a la distancia de un beso, por eso nunca cierro los míos. Los suyos eran tan bellos vistos de tan cerca que me laceraban sin piedad. Era tal y como la recordaba, bueno, la versión 2.0 era infinitamente mejor y yo estaba tan pletórico… sería indescriptible.
No necesitaba pensar demasiado acerca de donde ir y que hacer, tantas veces había imaginado como sería volver a verla, tanto había fantaseado que aquello se había convertido en un "déjà vu"
Tras la ducha, desnudo ante el espejo sentía que el corazón me latía con fuerza, mucho tiempo hacía que no me preparaba para nadie. Pulvericé un poco de mi perfume favorito por ambos lados del cuello, en el pecho y finalmente me sorprendí mi mismo sonriendo de manera pícara mientras me aplicaba un poco en el ombligo. Me guiñé un ojo mientras pensaba en lo bien que me sentaba una sonrisa, me sentía especialmente atractivo ese día.

Llegada la hora repasé mentalmente mi plan para intentar calmarme un poco. Salí de casa pronto, me apetecía pasear un poco antes de acudir a mi cita. Subí la colina y pase por un lado de la basílica para seguido empezar la bajada en dirección a la plaza de Les Abbesses. Muchas veces intenté imaginar cómo sería besarla contra el muro de los “J´taime”. Si hoy todo iba como esperaba tendría la oportunidad de comprobarlo. Tomé el metro en la misma plaza hasta Pigalle donde pediría un taxi para recogerla a la hora exacta. Por un momento pensé en la posibilidad de que no acudiera por cualquier extraña razón pero inmediatamente lo deseché por absurdo. Me sentía tan optimista que me pareció impensable. Salí del vehículo y me acerqué a la estación para esperarla. Pasados diez minutos de las seis, cuando ya empezaba a impacientarme, apareció por la esquina contigua sonriendo. Puntualmente impuntual, como siempre.
Alguien debía de quererme mucho y me había enviado un ángel. No podía dejar de sonreír, me sentía embrujado por esa mujer. Estaba preciosa y sabía que se había preparado para mi. Nos besamos de nuevo y con cada nuevo beso la conexión mejoraba por momentos.
Entramos en el taxi y tras indicar la dirección, en menos de un minuto nos estábamos devorando sin medida. Poco después tuve que mandar al carajo mis planes iniciales cambiando el destino previsto por la colina de Montmartre. Nos bajamos enfrente de mi casa y en pocos instantes estábamos decorándola con nuestra ropa voladora. Nos hicimos vestiduras ajustadas de saliva sin dejar un solo poro sin cubrir. Frotándonos hasta sacarnos brillo, ora con mesura ora con ansia desatada, follamos como si no hubiera un mañana. Quise cubrirla de placer, adorarla como mi diosa que era. En cada arqueo y en cada gemido tocaba el cielo y yo moría porque nunca terminara. Deseé fundirme en su piel y estar tan dentro como ella lo estaba en mi. Poco a poco sentía la fiera calmarse pero estaba desatado, nunca me había sentido tan poderoso, ni con veinte años. Notaba cada músculo y cada vena vibrar. Toda la tensión no resuelta de años se había liberado. Le propuse quedarnos allí todo el día y toda la noche. Soltó una carcajada para decir que ya tendríamos tiempo de saborearnos, que quería conocer la ciudad junto a mi y que deberíamos salir para aprovechar lo que quedaba de noche. -Guarda todo tu ímpetu para más tarde… lo vas a necesitar-, añadió.

Salimos de casa con tiempo suficiente como para aprovechar la reserva que teníamos en el restaurante. Fuimos caminando y al pasar por Abbesses la besé contra el muro donde ponía “te quiero” en un millón de idiomas. No podía sentirme más feliz.
A las 20:30 estábamos cenando en el restaurante Le carillon, en una mesa junto al ventanal. Charlábamos y reíamos sin parar. Brindamos por el inesperado reencuentro y bromeé acerca de su costumbre de recordarme que el mañana no estaba garantizado para nadie. Puede que tuviera razón, es más, tenía razón, pero solo podía pensar y sentir el presente que era maravilloso.

Eran las 21:15 de ese viernes 13 de noviembre de 2015. Escuché lo que me parecieron petardos y el ruido de cristales rompiéndose. Miré hacia el exterior y vi gente corriendo y algunas personas tendidas en el suelo como heridas. Instintivamente volví la vista hacia Raquel pero ya no estaba en la silla, estaba tendida en el suelo junto a la mesa y convulsionaba en medio de un charco de sangre. Las puertas del infierno se abrieron bajo mis pies, quise gritar y pedir ayuda pero nada salía de mi garganta. Una punzada en el cuello, otra en el pecho y todo desapareció de repente… el sonido, la luz… y mi sonrisa… para siempre.
Desperté en una blanca habitación y ella ya no estaba junto a mi. Tal y como apareció, mi ángel se desvaneció de repente, como mis ganas de latir.
Vivo solo porque su aroma, su luz y su sonrisa nunca me abandonarán.
Por ti Raquel, siempre fuiste una criatura maravillosa.

martes, 10 de noviembre de 2015

Istanbul

foto internet
"El buen viajero no sabe a donde va, el perfecto viajero no sabe de donde viene".

No recuerdo donde leí o escuché esta frase pero me gusta, me hace pensar. 
Todos mis recuerdos están aquí, en Bizancio.
Desde el día de hoy y hasta donde alcanza mi memoria, incontables instantes, sensaciónes y muchos latidos de mi corazón han sucedido al ritmo que ha marcado esta milenaria urbe. 
Sus cambiantes vientos mi respiración; el Mármara o el Bósforo, la sangre de mis venas; sus arcaicas piedras, mi alma.

Mi procedencia no es relevante, uno siempre siente curiosidad por sus raíces pero nada más, nunca me ha importado mucho.
Dicen mis hermanos que no siempre hemos vivido a caballo entre Europa y Asia. 
Cuentan que hace siglos, en los albores de nuestra memoria colectiva, tuvimos que abandonar nuestros hogares prestos, so pena de ser pasados por las armas. 
Allende el "Ak Deniz" Mar Blanco en turco o mediterráneo , en la lejana y convulsa Sefarad, comenzamos nuestra enésima diáspora. 
Huyendo de la "santa inquisición", embarcamos con lo puesto hacia inciertos destinos.
Apresurada huida llevándonos como únicos tesoros nuestra lengua, nuestra cultura y la eterna pena de quien abandona su tierra. 
Hay quien dice que también nos llevamos las llaves de nuestras casas pero eso no es más que una cruel leyenda. 
Aún calientes, fueron ocupadas por los "limpios de sangre".

De puerto en puerto, de vejación en vejación.
Fez, Argel, Djerba, Salónica y, por fin, Constantinopla. 
¿Quién quiere recordar el pasado?
¿Quién se aferra a una quimera?
Yo no, apenas hablo ladino, mi lengua es el turco y Beyoglu, mi hogar. 
No recuerdo el interior de la Sinagoga. 
Me gusta cantar rap, la buena hierba, pescar en el puente de Gálata... y viajar.
Estambul es mi patria, mi tierra prometida.

Dedicado con cariño a Isaac, estambulita de origen sefardí con quien tuve el placer de conversar cerca de la torre de Galata, en el barrio de Beyoglu.